Fotografía, relato y archivo de la guerra civil en El Salvador


La siguiente información surgió como resultado de una conversación con el fotógrafo salvadoreño Frederick Meza, a partir de una fotografía que puso a circular en redes sociales y de la cual desprende un uso muy concreto de la relación de la imagen y la oralidad como un documento integrado.

El mismo ligero y muy disperso intercambio de preguntas que en inicio tuve con Frederick, luego se extendió al también fotógrafo Edgar Romero. Un agradecimiento muy fraterno a ellos por prestarse para la conversación y por su orientación a la hora de revisar eventos centrales de la guerra civil en El Salvador. Aunque de diferentes generaciones, los dos tienen coincidencias en sus opiniones sobre el papel de la memoria y la fotografía de la guerra civil en el conflicto.

De esta idea nada nueva que se encuentra en medio de varias intersecciones técnicas y académicas, el aspecto que me interesa mencionar es el de la recuperación del relato como un método de producción en el que la fotografía aparece estrechamente ligada al texto. De paso también me sirve para darle salida a una inquietud propia: por su propensión a estar cerca, en la figura del fotógrafo hay una cantidad de información que vale la pena considerar, no como protagonismo sino como fuente para una crónica ni mejor ni más importante pero pendiente de retomar. Si ahora la producción multimedia nos permite narrar con diferentes herramientas complementarias, como punto de partida en cada fotografía tenemos gran cantidad de relatos latentes para reconstruir la historia en forma de crónica y testimonio.

En noviembre de 1989 durante la guerra civil en El Salvador, la casa de Frederick quedó en medio del fuego cruzado cuando el ejército y el FMLN se enfrentaron la noche de la ofensiva final “Febe Elizabeth vive”. Entonces de 5 años y ahora de 32, él describe lo que recuerda: sonidos, gritos, perros ladrando, fogones de rifles G3, M16 y AK-47. Y lo muestra con una foto hecha recientemente: sobre su cabeza y a sus espaldas, en lo alto de un tanque para almacenar agua, se cuentan unos 50 orificios grandes y otras tantas marcas de esquirlas o balas de menor calibre. “Al día siguiente salimos a refugiarnos a otro lugar”, señala.

Como dice Martine Joly, las imágenes son un disparador de ficciones, alimentan las palabras y modulan su uso, “pero las palabras no se conforman con alimentarse de esas imágenes sino que garantizan su supervivencia”. Vinculada a la imagen, la descripción del recuerdo se vuelve un pretexto para el re-uso del documento con el soporte de la narración desde el tiempo presente. La oralidad, los escenarios de la guerra que permanecen y la experiencia humana enriquecida por un bagaje más amplio (incluso por un velo de nostalgia o una crítica), se integran desde el ahora en relatos revisitados, en los cuales la imagen reviste la misma importancia que el texto.

Para El Salvador, como para buena parte de Latinoamérica, la memoria pasa por procesos recientes difíciles y las piezas se siguen acomodando. Aunque 35 años todavía es poco tiempo, parece que entre hoy y 1980 hay un abismo. En forma distinta a las anteriores y a la etapa de la pre guerra, estas décadas han sido importantes en términos de las referencias sociales vigentes que construyen la identidad en la agenda global.

Y es pertinente traerlo a la luz para no perder de vista qué correlación de hechos y actores de qué forma contribuyeron al presente. En eso, la fotografía es una herramienta efectiva para buscar y revelar lo mismo a los desaparecidos y a los actores violentos; también para sobreponer en una sola vista los escenarios de entonces y los de ahora.

Y es pertinente traerlo a la luz para no perder de vista qué correlación de hechos y actores de qué forma contribuyeron al presente. En eso, la fotografía es una herramienta efectiva para buscar y revelar lo mismo a los desaparecidos y a los actores violentos; también para sobreponer en una sola vista los escenarios de entonces y los de ahora.

El Salvador había sido gobernado por militares desde 1930, no obstante desde la década de los 70 el país enfrentaba la más cruda represión del Estado hacia las clases populares. Entre el inicio del mandato del presidente Arturo Molina (1972), el posterior periodo del general Humberto Romero (1977), y el golpe de Estado de la Junta Militar Democrática del 15 de octubre de 1979, 4000 personas habían sido asesinadas.

Tras la caída de Romero, la presión entre las fuerzas de la guerrilla, la extrema derecha, y el gobierno de Estados Unidos por detener la mecha encendida con el triunfo de Sandino en Nicaragua, en 1980 inicia la guerra civil. Con la década, la cronología que inicia es funesta. Entre los hechos más simbólicos, la tarde del 24 de marzo de ese año es asesinado monseñor Óscar Romero; cuando oficiaba misa el disparo de un francotirador le perforó el corazón. El día anterior a su muerte había pronunciado la conocida Homilía de Fuego:

“La Iglesia, defensora de los derechos de Dios, de la Ley de Dios, de la dignidad humana, de la persona, no puede quedarse callada ante tanta abominación. Queremos que el gobierno tome en serio que de nada sirven las reformas si van teñidas con tanta sangre. En nombre de Dios pues, y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: Cese la represión”.

Como autor intelectual se señaló a Roberto D’Aubuisson, creador de los escuadrones de la muerte bajo el patrocinio de la CIA, fundador del partido ARENA y contendiente en tres ocasiones por la presidencia de El Salvador; D’Aubuisson murió de cáncer en 1992 sin haber sido alcanzado por la justicia.

Los otros involucrados en la muerte de Monseñor Romero, entre ellos un hijo del expresidente Molina, viven ocultos, desaparecieron o fueron asesinados en situaciones poco claras y uno de ellos se mantiene como testigo protegido de Estados Unidos.

Para septiembre de 1981, treinta y dos mil personas habían sido asesinadas por el gobierno y grupos paramilitares. El 11 de diciembre tuvo lugar la masacre de El Mozote en los caseríos al norte de El Salvador, la más grande masacre contra civiles de la historia latinoamericana. En ella, 900 hombres, mujeres, ancianos y niños, fueron asesinados por el Batallón Atlacatl, el cual había sido entrenado en la Escuela de las Américas que operó Estados Unidos para labores de contrainsurgencia en Panamá de 1946 a 1984. Integrantes del mismo batallón se encuentran bajo proceso en España por el asesinato en 1989 de seis sacerdotes jesuitas.

Entre 1980 y 1992, 75 mil muertos y desaparecidos marcaron el resultado del conflicto.

 

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