Bourdieu y el periodismo (Sobre la Televisión, 1997)
En Sobre la televisión (1997), Pierre Bourdieu presenta la tensión que se presenta en el periodismo frente a la influencia del mercado, la cual se refleja en una serie de prácticas que se dan en la producción de noticias para competir por los índices de audiencia. Como si se tratara de dos polos opuestos (aunque se trata de matices más que de separaciones), estas prácticas distinguen a aquellos que dan prioridad al ejercicio profesional de aquellos que se inclinan a entender la información desde un punto de vista comercial. La fórmula sería que a mayor autonomía es mayor el apego a los criterios éticos (entre los que se encuentra la aportación del periodismo a la democracia y la sociedad); mientras que a menor autonomía, mayor la lógica de insertarse en el mercado (en la que se prioriza la publicidad y los índices de audiencia cuyo comportamiento más marcado es el sensacionalismo y la explotación, aunque también ahí se encuentra aquella frase que se atribuye a George Orwell: “Periodismo es publicar lo que alguien no quiere que publiques. Todo lo demás es relaciones públicas”). Dentro de estos extremos, en los matices es posible extrapolar un tercer tipo de influencia representado por las relaciones de poder (de donde surgen las simpatías políticas hacia el Estado que a menudo entendemos agrupado con el capital o bien la intervención a favor de la sociedad cuyo extremo es la intervención y el periodismo-activismo).
En resumen, el concepto de autonomía y su par de heteronomía son utilizados en teoría y metodología para analizar el rol del periodismo y su apego a un polo profesional, comercial o de participación social.
El presente texto reúne una serie de citas del libro mencionado en dos temas: las rutinas internas del periodismo y la influencia que ejerce en otros campos como la ciencia o la religión.
Aunque a primera vista se podría pensar que en el periodismo el hecho de trabajar al interior es una fortaleza, Aladro Vico señala que el encerramiento sobre sí mismo es un rasgo de la crisis profesional de los años 60 en la que al verse como una actividad de éxito creciente, el periodismo tiende a (1) desconectar de lo social, (2) sobredimensionar la producción de noticias solo como procedimiento técnico (3) y a insertarse como parte del mercado vía acercamiento al capital público y privado (por ejemplo, jerarquiza verticalmente las fuentes y se identifica con las fuentes de financiamiento en la difusión oficialista de información). Como referencia ampliada, se puede revisar Las teorías profesionales y las 5 crisis del periodismo y Modelo constitutivo del periodismo ciudadano: ética y rol profesional según la audiencia.
Según Bourdieu, un campo es un espacio social en el que se presentan relaciones de desigualdad y luchas simbólicas entre dominantes y dominados para transformar o conservar ese campo; entre los principales campos que aborda está la economía, la política, el poder, lo educativo, intelectual y cultural (literatura, arte, ciencia y religión). Sobre el periodismo y los medios de comunicación, si bien se enfrentan a los embates del mercado, dice que son un sector autónomo (o con cierta autonomía que le facilita tener sus propias reglas) que puede ejercer poder o influencia frente a otros campos (1997, 2005).
Respecto a la transcripción de estas notas, la razón es que el texto me parece muy entretenido. Para quienes han ejercido el periodismo puede ser inevitable verse en estas reflexiones que a veces son muy acertadas, agudas y divertidas aunque en otros casos se vuelven con un realista pesimismo. No solo periodistas, también la audiencia lectora de medios en general puede encontrar en estos contenidos una evaluación crítica de la prensa y la televisión, de los noticiarios, del egocentrismo y la fama, del prejuicio, de la explotación, entre otros asuntos.
Vale aquí aclarar que entre una cita y otra aquí no hay correspondencia textual directa. Aunque aparecen en orden progresivo, el sentido completo debe buscarse en el texto original (para lo que se presenta la referencia del número de página al final de cada frase, párrafo o bloque).
Parte I. Funcionamiento interno
Creo, en efecto, que, al aceptar participar sin preocuparse por saber si se podrá decir alguna cosa, se pone claramente de manifiesto que no se está ahí para decir algo, sino por razones completamente distintas, particularmente para dejarse ver y ser visto. Ser, decía Berkeley, es ser visto. Para algunos de nuestros filósofos (y de nuestros escritores), ser es ser visto en la televisión, es decir, en definitiva, ser visto por los periodistas (p. 16).
Siempre me he preocupado de pasar mis aceptaciones o mis negativas a participar en programas de televisión por el cedazo de estas interrogaciones previas. Y desearía que todos los que se encuentran en este caso se las plantearan o se sintieran más o menos obligados a planteárselas, porque los telespectadores, los críticos de televisión, se las plantean y las plantean a propósito de sus apariciones en la pequeña pantalla: ¿Tiene algo que decir? ¿Está en condiciones de decirlo? ¿Vale la pena decir aquí lo que está diciendo? En resumen: ¿Qué está haciendo aquí? (p. 18).
Bien mirado, podría decirse que en última instancia lo que pesa sobre la televisión es la coerción económica (p. 19).
Una parte de la acción simbólica de la televisión, a nivel de los noticiarios por ejemplo, consiste en llamar la atención sobre unos hechos que por su naturaleza pueden interesar a todo el mundo, de los que cabe decir que son para todos los gustos. Se trata de hechos que evidentemente no deben escandalizar a nadie, en los que no se ventila nada, que no dividen, que crean consenso, que interesan a todo el mundo, pero que por su propia naturaleza no tocan nada importante (p. 22).
La metáfora a la que recurren los profesores con mayor frecuencia para explicar la noción de categoría (estas estructuras invisibles que organizan lo percibido y determinan lo que se ve y lo que no se ve) es la de los lentes. Las categorías son fruto de nuestra educación, de la historia, etcétera. Los periodistas tienen unos «lentes» particulares mediante los cuales ven unas cosas, y no otras, y ven de una forma determinada lo que ven. Llevan a cabo una selección y luego elaboran lo que han seleccionado (p. 25).
El principio de selección consiste en la búsqueda de lo sensacional, de lo espectacular (p. 25).
En el caso de los barrios periféricos, lo que interesará serán los tumultos. Y tumultos ya son palabras mayores…Se lleva a cabo la misma labor con las palabras. Con palabras corrientes, no se «deja pasmado» al burgués ni al pueblo. Hacen falta palabras extraordinarias. Paradójicamente, el mundo de la imagen está dominado por las palabras (p. 25).
Dar nombre, como es bien sabido, significa hacer ver, significa crear, significa alumbrar (p. 25).
Los periodistas a grandes rasgos se interesan por lo excepcional, por lo que es excepcional para ellos. Lo que puede ser banal para otros puede ser extraordinario para ellos y al revés (p. 26).
La visión cotidiana de un barrio periférico en su lóbrega monotonía no le dice nada a nadie, no interesa a nadie y a los periodistas menos que a nadie. Pero en el caso de que les interesara lo que sucede, en el supuesto de que lo quisieran mostrar, les resultaría extremadamente difícil. Nada hay más arduo que reflejar la banalidad de la realidad (p. 27).
Se dice siempre en nombre del credo liberal, que el monopolio uniformiza y la competencia diversifica. Evidentemente nada tengo en contra de la competencia; me limito a observar que cuando ésta se da entre periodistas o periódicos sometidos a unas mismas imposiciones y anunciantes (basta con ver con qué facilidad pasan los periodistas de un periódico a otro), homogeneiza. No hay más que comparar las portadas de los semanarios con quince días de intervalo: los titulares de unas publicaciones se repiten más o menos modificados en las otras (p. 30).
Nadie lee tanto los periódicos como los periodistas, que, por otra parte, son propensos a pensar que todo el mundo lee todos los periódicos (olvidan, para empezar, que mucha gente no lee ninguno, y, en segundo lugar, que los que leen alguno sólo leen uno…) (p. 31).
Para los periodistas, la lectura de los periódicos es una actividad imprescindible y la revista de prensa un instrumento de trabajo: para saber lo que uno va a decir hay que saber lo que han dicho los demás. Éste es uno de los mecanismos a través de los cuales se genera la homogeneidad de los productos propuestos (p. 32).
Esta especie de juego de espejos que se reflejan mutuamente produce un colosal efecto de enclaustramiento, de aislamiento mental. Otro ejemplo de este efecto de interlectura, corroborado por todos los consultados: para hacer el programa del telediario de mediodía hay que haber visto los titulares de la noche anterior y los diarios de la mañana, y para redactar los titulares del periódico de la tarde hay que haber leído los de la mañana. Forma parte de las exigencias tácitas de la profesión. Para demostrar que se está en el ajo y a la vez para desmarcarse, con frecuencia mediante diferencias nimias, a las que los periodistas conceden una importancia extraordinaria, pero que pasan completamente inadvertidas para el telespectador. Tenemos aquí un efecto de campo especialmente típico: se hacen, con el convencimiento de ajustarse mejor a los deseos de los clientes, cosas que en realidad tienen como referencia a los competidores (p. 32-33).
Recuerdo una conversación que tuve con un director de programas, que vivía en un mundo de evidencias totales. Al preguntarle: «¿Por qué da más importancia a esto que a aquello?», me respondió: «Es evidente.» Y por esta razón, sin duda, ocupaba el puesto que ocupaba: es decir, porque sus categorías de percepción se ajustaban a los requerimientos objetivos (p. 35).
Los responsables que encaman los índices de audiencia tienen una idea de lo evidente que no comparte obligatoriamente la joven periodista recién licenciada que acaba de incorporarse a la redacción, que propone un tema y a la que dicen: No tiene ningún interés (p. 35).
En cambio ahora y cada vez más, el mercado es reconocido como instancia legítima de legitimación, lo pone de manifiesto esa otra institución que es la lista de bestsellers. Esta misma mañana he escuchado en la radio a un locutor que comentaba con conocimiento de causa y decía: “La filosofía está de moda este año puesto que se han vendido 800.000 ejemplares de El mundo de Sofía”. El veredicto final era para él la cifra de ventas. A través de los índices de audiencia la lógica de lo comercial se impone a las producciones culturales (p. 37).
Hay temas que son impuestos a los telespectadores porque antes lo fueron a los productores, precisamente por la competencia con otros productores (p. 38).
Si la televisión privilegia a cierto número de fast thinkers que proponen fast food cultural, alimento cultural predigerido, prepensado, no es sólo porque cada cadena tiene un panel de expertos, siempre los mismos, hay también serviciales bustos parlantes que eximen de la necesidad de buscar a alguien que tenga verdaderamente algo que decir (p. 40).
Y para restablecer un poquito de igualdad haría falta que el presentador fuera desigual, es decir, que prestara asistencia a los más desposeídos relativamente… Si se pretende que alguien que no es profesional de la palabra consiga decir algo (y entonces con frecuencia dice cosas absolutamente extraordinarias, que la gente que se pasa la vida monopolizando la palabra ni siquiera sería capaz de pensar), hay que llevar a cabo una labor de asistencia a la palabra (p. 46).
Se trata de ponerse al servicio de alguien cuya palabra es importante, de quien queremos saber qué tiene que decir y qué piensa y por ello le ayudamos a expresarse. Pero no es ni por asomo lo que hacen los presentadores. No sólo no ayudan sino que por así decirlo, los hunden. De mil maneras: no dándoles la palabra en el momento adecuado, dándosela cuando ya no la esperan, manifestando impaciencia, etcétera (p. 46).
Los periodistas, con sus lentes, con sus categorías de pensamiento, plantean unas preguntas que no tienen nada que ver con nada. Por ejemplo, sobre los llamados problemas de los barrios periféricos, tienen la cabeza llena de las fantasías que he mencionado antes… (p. 49).
La televisión es un instrumento de comunicación muy poco autónomo sobre el que recae una serie de constreñimientos originados por las relaciones sociales entre los periodistas, relaciones de competencia encarnizada, despiadada, hasta el absurdo, pero que son también relaciones de connivencia, de complicidad objetiva, basadas en los intereses comunes vinculados a su posición en el campo de la producción simbólica y en el hecho de que comparten unas estructuras cognitivas y unas categorías de percepción y de valoración ligadas a su origen social y a su formación o a su falta de ella). De lo que resulta que este instrumento de comunicación aparentemente sin límites que es la televisión está muy controlado (p. 50).
Al mismo tiempo, en este microcosmos que es el mundo del periodismo, las tensiones son muy fuertes entre quienes desearían defender los valores de la autonomía, de la libertad respecto de las exigencias de la publicidad, de las presiones, de los jefes, etcétera, y quienes se someten a esas exigencias y son pagados por ello en justa compensación (p. 51).
El mundo del periodismo es un microcosmos que tiene sus leyes propias y se define por su posición en el mundo global, así como por las atracciones y las repulsiones a la que lo someten los otros microcosmos. Decir que es autónomo, que tiene sus leyes propias, significa que lo que ocurre en él no puede comprenderse de forma directa a partir de factores externos (p. 57).
En el campo de las empresas económicas, por ejemplo, una compañía muy poderosa tiene el poder de deformar el espacio económico en su casi totalidad (p. 58).
Un campo es un espacio social estructurado, un campo de fuerzas -hay dominantes y dominados, hay relaciones constantes, permanentes, de desigualdad que se desarrollan dentro de este espacio- que es también un campo de luchas para transformar o conservar ese campo de fuerzas. Cada cual, dentro de ese universo, compromete en su competencia con los demás la fuerza que posee y que define su posición dentro del campo y sus estrategias (p. 59).
Por ejemplo, un diario deja de ser dominante cuando su poder de deformar el espacio a su alrededor mengua y deja de dictar la ley (p. 62).
Si un instrumento tan poderoso como la televisión iniciara un giro, por leve que fuera, hacia una revolución simbólica de esta índole, les aseguro que no tardarían en cortarle las alas…Pero resulta que, sin que nadie necesite pedírselo, debido al mero efecto de la lógica de la competencia y de los mecanismos a los que he aludido, la televisión no hará nunca una cosa así (p. 66).
Los periodistas (habría que decir el campo periodístico) deben su importancia en el mundo social a que ostentan el monopolio de la producción y difusión a gran escala de información, mediante el cual regulan el acceso de los ciudadanos de a pie, así como de los demás productores culturales, científicos, artistas, escritores, a lo que a veces se llama el espacio público. (p. 67).
El campo periodístico, como los demás campos, se base en un conjunto de presupuestos y de creencias compartidos (más allá de las diferencias de posición y de opinión). Estos presupuestos, inscritos en un sistema determinado de categorías de pensamiento, en una determinada relación con el lenguaje, en todo lo que implica, por ejemplo, una noción como «resulta en televisión», son los que fundamentan la selección que los periodistas llevan a cabo en la realidad social, así como en el conjunto de las producciones simbólicas (p. 68).
No hay discurso (análisis científico, manifiesto político, etcétera) ni acción (manifestación, huelga, etcétera) que para tener acceso al debate público no deba someterse a esta prueba de selección periodística, es decir, a esta colosal censura que los periodistas ejercen, sin darse cuenta, al no retener más que lo que es capaz de interesarlos, de captar su atención, es decir, de entrar en sus categorías, en sus esquemas mentales, y condenar a la insignificancia o a la indiferencia a expresiones simbólicas merecedoras de llegar al conjunto de los ciudadanos (p. 69).
Todas esas maneras de proceder que se enuncian en forma de preceptos éticos no son más que manifestaciones de la estructura del campo a través de una persona que ocupa una posición determinada en ese espacio (p. 71).
Parte II. Relación con otros campos
En la actualidad los periodistas de la prensa escrita se encuentran ante la siguiente alternativa: ¿hay que seguir la dirección del modelo dominante, es decir, hacer unos periódicos que sean casi como periódicos de televisión, o hay que acentuar la diferencia, optar por una estrategia de diferenciación del producto? (p. 75).
En el universo periodístico no se encuentra el equivalente de lo que se observa en el científico, por ejemplo, esa especie de justicia inmanente que hace que quien transgreda las prohibiciones concretas se queme o que por el contrario, quien se somete a las reglas del juego se haga acreedor de la estima de sus colegas. ¿Dónde están en el periodismo las sanciones, positivas o negativas? (p. 77).
En este universo que se caracteriza por un alto grado de cinismo, se habla mucho de moral. Como sociólogo sé que la moral sólo es eficaz si se basa en unas estructuras y mecanismos que hagan que la gente se interese por ella. Y para que pudiera surgir una cosa como la preocupación moral, sería necesario que encontrara apoyos y refuerzos así como recompensas en esas estructuras. Tales recompensas podrían provenir también del público (p. 81).
El campo periodístico actúa en tanto campo sobre los demás campos. En otras palabras, un campo cada vez más dominado por la lógica comercial impone una creciente coerción sobre los demás universos. A través de la presión de los índices de audiencia, el peso de la economía se ejerce sobre la televisión, y, a través del peso de ésta sobre el periodismo, se ejerce sobre los periódicos y sobre los periodistas, que paulatinamente se van dejando imponer los problemas de la televisión. Y del mismo modo a través del peso de conjunto el campo periodístico pesa sobre todos los campos de producción cultural (p. 81).
En cada uno de los campos hay dominadores y dominados según los valores internos del campo. Un «buen historiador» es alguien de quien los buenos historiadores dicen que es un buen historiador. La cosa funciona necesariamente de forma circular. Pero la heteronomía empieza cuando alguien que no es matemático puede intervenir para dar su parecer sobre los matemáticos, cuando alguien que no está reconocido como historiador (un historiador de televisión, por ejemplo) puede dar su parecer sobre los historiadores, y ser escuchado. Con la autoridad que le confiere la televisión, el señor Cavada nos dice que el mayor filósofo francés es el señor X (p. 82).
Es un hecho: cada vez más en determinadas disciplinas incluso las comisiones del Centro Nacional de Investigaciones Científicas tienen en cuenta la consagración a través de los medios de comunicación. Cuando tal o cual productor de programas de televisión o de radio invita a un investigador, le confiere una forma de reconocimiento que hasta ahora significaba más bien una degradación. Actualmente, el cambio de la relación de fuerzas entre los campos es de tal magnitud que cada vez más los criterios de valoración externos (haber pasado por el programa de Pivot, la consagración en las revistas, las fotografías) se imponen en contra del juicio de los colegas (p. 86).
En el caso de disciplinas aparentemente más independientes, como la historia o la antropología, o la biología y la física, el arbitraje mediático se vuelve cada vez más importante en la medida en que la consecución de créditos puede depender de una notoriedad en la cual no se sabe muy bien cuánto debe a la consagración mediática y cuánto a la consideración entre colegas (p. 87).
Para que la imposición del dominio de los medios de comunicación pueda ejercerse sobre universos como el científico, tiene que encontrar complicidades en el campo considerado… Los periodistas observan a menudo con gran satisfacción que la gente acude a los medios de comunicación solicitando una reseña, una invitación, protestando contra el olvido al que se los relega, y a tenor de sus declaraciones, a uno no le queda más remedio que poner en duda muy seriamente la autonomía subjetiva de los escritores, los artistas y los científicos. Hay que tomar nota de esta dependencia y tratar de comprender sus razones o causas (p. 87).
A grandes rasgos, se puede decir que cuanto más reconocimiento recibe la gente de sus colegas y, por lo tanto, más rica es en capital específico, más inclinada está a resistir; e inversamente, cuanto más heterónoma es en sus prácticas propiamente literarias, es decir, cuanto más la atrae lo comercial, más inclinada se siente a colaborar (p. 88).
Pero tengo que explicar mejor lo que hay que entender por autónomo. Un campo muy autónomo, el de las matemáticas, por ejemplo, es un campo en el que los productores tienen como únicos clientes a sus competidores, a aquellos que podrían haber hecho en su lugar el descubrimiento que ellos les presentan (p. 89).
Para conquistar la autonomía hay que construir una especie de torre de marfil dentro de la cual la gente se juzga, se critica, se combate incluso, pero con conocimiento de causa; se enfrenta, pero con armas e instrumentos científicos, con técnicas, con métodos (p. 88).
Por el contrario, cuanto más destine sus productos al mercado de la gran producción (como los ensayistas, los escritores periodistas, los novelistas conformistas), más tendencia mostrará a colaborar con los poderes externos, Estado, Iglesia, Partido, y, hoy en día, periodismo y televisión (p. 90).
Si los campos científicos, políticos, literarios, están amenazados por el dominio de los medios de comunicación, es porque dentro de ellos hay personas heterónomas, poco consagradas desde el punto de vista de los valores específicos del campo, o interesados en la heteronomía, en buscar en el exterior unas consagraciones (rápidas, precoces, prematuras y efímeras) que no han conseguido dentro del campo y que, además, estarán muy bien vistos por los periodistas porque no los temen (a diferencia de los autores más autónomos, a los que sí temen) y saben que están dispuestos a someterse a sus exigencias (p. 90).
Se puede y se debe luchar contra los índices de audiencia en nombre de la democracia. Parece una paradoja, porque la gente que defiende el reino de los índices de audiencia pretende que no hay nada más democrático (es el argumento favorito de los anunciantes y los publicitarios más cínicos, secundados por determinados sociólogos), que hay que dejar a la gente la libertad de juzgar, de elegir (p. 96).
El campo periodístico hace recaer sobre los diferentes campos de producción cultural un conjunto de efectos que van ligados, en su forma y su eficacia, a su estructura propia, es decir, a la distribución de los diferentes periódicos y periodistas según su autonomía en relación con las fuerzas externas, las del mercado de los lectores y las del mercado de los anunciantes (p. 103).
Por lo que al grado de autonomía del periodista particular se refiere, depende en primer lugar del grado de concentración de la prensa (al reducir el número de empresarios potenciales, incrementa la inseguridad del empleo); en segundo lugar, de la posición de su periódico en el espacio de los periódicos, es decir, más o menos cerca del polo «intelectual» o del polo «comercial »; en tercer lugar, de su posición en el periódico o el medio de comunicación (redactor fijo o colaborador a tanto la línea, etcétera), que determina las diferentes garantías estatutarias (que van ligadas a la notoriedad) de las que dispone y también su sueldo (factor menos vulnerable por las formas cambiantes de las relaciones públicas y menos dependiente que las tareas mercenarias, para ganarse el pan, a través de las cuales se ejerce el dominio de los que mandan); y por último, de su capacidad de producción autónoma de la información (pues algunos periodistas, como los especializados en divulgación científica o temas económicos, son particularmente dependientes) (p. 103-104).