Migración, el eje en el que giramos
40 días es el número más alto de días que he escuchado dura el trayecto desde que personas migrantes se internan en la ruta de México hasta alcanzar la frontera con Estados Unidos. En diciembre del 2004, los primos Ricardo y Hugo Méndez Faya, habían recorrido ya todo México desde Honduras y la frontera sur en Chiapas cuando entraron a Hermosillo en el tren de carga. Su objetivo era alcanzar la ciudad de Los Ángeles, uno de ellos para trabajar en restaurantería; el otro buscaba reunirse con su esposa. Yo los conocí en la estación del tren cuando hacían guardia esperando la salida.
Llegué ahí acompañado de un reportero cuando cubríamos el caso de otro migrante, un supuesto desertor del ejército cubano que iba rumbo a Miami a través de México. Contaba que había entrado por agua en Yucatán y le restaban dos días antes de que venciera el plazo a partir de la fecha en la que dejó Cuba para solicitar asilo político en Estados Unidos. De ser atrapado por autoridades en este lado le esperaba la deportación y pena de muerte como desertor así que se jugaba todo en el último tramo que lo separaba de la frontera. Moreno trigueño de complexión corpulenta, 1.75 de estatura, cabello negro en corte normal, ninguna seña distintiva; una persona de apariencia promedio que salvo por su acento al hablar, podría pasar desapercibida entre un grupo de norteños en cualquier espacio.
“En cuanto cruce me tiro al suelo y grito que soy cubano y que estoy pidiendo asilo político”, decía. Su plan era acercarse hasta la fila de carros que esperan turno en la línea disfrazado de vendedor ambulante y entonces se lanzaría corriendo hacia el filtro para cruzar la frontera.
En una sala de espera de la redacción del periódico en el que trabajábamos entonces, este amigo había extendido un mapa de México y descrito por puntos la ruta seguida hasta llegar a esta parte en el norte del país. Con aquella descripción tan dramática de la forma en la que planeaba pedir el asilo en territorio de Estados Unidos, nuestro plan original fue acompañarlo en el tren y en el trayecto conocer su historia. Era al medio día del viernes 19 de diciembre de 2004.
Nos separamos en la puerta norte de la estación del tren que va de Hermosillo a Benjamin Hill donde las vías se dividen en dos hacia Nogales y Mexicali. El tren saldría por la noche y a nosotros nos quedaba un poco de tiempo para planear la cobertura en la redacción con los editores, hacer mochila y subir al mismo tren con él para acompañarlo. Además de las fotos que hicimos durante la entrevista en la redacción, cuando nos separamos por puro registro le tomé un par de fotos a lo lejos mientras caminaba de espaldas; eran las 13:15 horas del 19 de diciembre del 2004, según los datos de la imagen.
Unas horas después entre las 5 y las 6 de la tarde nos apersonamos de nuevo en la estación. En aquellos años, desde esas horas el tren empezaba a acomodar los vagones. Dependiendo de la carga que transporta, el maquinista puede tardar horas maniobrando adelante y atrás. La máquina sale de la estación y se detiene a los 200 o 500 metros por decir un número mientras en el interior se agregan o quitan carros; en estas incontables salidas falsas, con el aviso del silbato grupos de migrantes van apareciendo de entre los arbustos y el monte para treparse. Este era el momento en el que tendríamos que haberlo encontrado pero no apareció, aunque en esa misma jornada conocimos a los primos Méndez Faya.
A las 10 de la noche los dos primos estaban parados a un lado de las vías esperando junto a un grupo más amplio de personas. A las tres de la mañana finalmente el tren empezó a moverse. A Nogales fueron unas 10 horas de camino para recorrer 235 kilómetros de manera que tuvimos algo de tiempo para platicar. Físicamente eran muy distintos. Ricardo es alto, delgado y con bigote, de unos 40 años, mirada desconfiada, hablar tosco, directo y honesto; es el mayor de los primos y el responsable en la travesía. Hugo es bajo de estatura y regordete, alrededor de los 25 años, cara de niño, simpático sin lugar a dudas. Ricardo habla de sus planes de trabajar en restaurantería; Hugo platica sobre remedios caseros para el malestar que deja la cruda, de su mujer en Los Angeles y de su otra mujer que dejó en Honduras.
Cerca de la una de la tarde del 20 de diciembre los Méndez Faya entraron a la frontera de Nogales. Cruzaron un par de cercos para salir de la estación del tren y se encaminaron hacia el centro de la ciudad. Más tarde, en un teléfono público contactaron con los parientes en Estados Unidos. En una hora y media conectaron tres posibles guías. Fueron a comer algo, lo primero desde que habíamos todos subido al tren la madrugada anterior, eran cerca de las 5 de la tarde del día sábado. De ahí al albergue donde durmieron. Una noche les quedaba en México después de cuarenta días de viaje.
A la mañana siguiente nos vimos por el comedor del Templo del Sagrado Corazón que da asistencia a migrantes y deportados. Ahí fueron enganchados por quien se encargaría de cruzarlos y acordaron resguardarse en una casa de seguridad donde serían avisados de la hora y tiempo de partida, que podría ser algunos días después. La última imagen que tuve de ellos (como con el cubano), fue cuando caminaban de espaldas rumbo al centro de la ciudad de Nogales. Eran unos tipazos. Por su don de gente, por su trato de confianza en esas pocas horas y ya que en la frontera se conocen muchas historias, recuerdo la preocupación por no tener certeza de lo que pasaría con ellos.
Del supuesto cubano no volvimos a saber nada (esa vez). Cuando dejamos a los Méndez Faya en el albergue la noche anterior, hicimos guardia por unas horas en la garita De Concini. Si había subido al mismo tren tendríamos aproximadamente el mismo itinerario. Si su intención de cruzar corriendo entre los carros se lograba, el hecho iba a crear algún revuelo de manera que se notaría el movimiento en la garita. Nunca llegó, o al menos nosotros no nos enteráramos, ni directamente en las guardias y recorridos, ni por las noticias, ni por las autoridades de migración. Es posible que se hubiera quedado en Hermosillo y tomara otro tren pero para eso tendrían que pasar otros tres o cuatro días para que llegara a Nogales.
Un par de años después lo encontré de nuevo en Hermosillo. Pasó enfrente de mí en una llantera de la colonia Villa de Seris. Me vio de reojo y siguió caminando de sur a norte por el bulevar Vildósola; luego dio una vuelta de este a oeste en la primer esquina hacia la Iglesia de la Candelaria. Después de unas cuadras, se metió en una bodega abandonada. Ahí se quedó con el final de la historia y los detalles.
Esto empezó en el 2004 cuando lo conocimos y en el 2006 fue el encuentro imprevisto.
En el 2009, siguiendo la historia de un pintor cubano avecindado en el barrio del Palo Verde en el mismo sector al sur de la ciudad, cuando le platiqué a grandes rasgos lo que había ocurrido, éste me dio la última posible pista: “Ese no es cubano, es un vividor”.
No me consta nada, no puedo afirmar que su historia fuera auténtica o se tratara de un truco. Más bien escribo con cierto apego a la memoria porque el asunto siempre me ha intrigado y por las coincidencias que a través de los años no me dejaban cerrar el tema.
Por extraño que parezca, a Ricardo luego lo volví a ver en un albergue de Nogales. Había sido deportado por la persecución previa a la entrada en vigor de la SB-1070 impulsada por la gobernadora de Arizona, Jan Brewer. En esos días el retorno de migrantes se había anticipado por temor a las deportaciones y confiscación de bienes. En las carreteras que bordean Hermosillo como ruta del norte a las ciudades al sur se podían ver camionetas a tope como cuando en diciembre los paisanos regresan de visita cargados con regalos para los familiares.
Yo lo encontré seis años después de habernos conocido, el 28 de julio de 2010 a las 13 horas con 35 minutos (otra vez por los datos del archivo). Él estaba consultando el mapa de la frontera en un establecimiento cerca del Puente Mariposa. Lo vi de lejos y medio lo reconocí como rostro familiar sin saber de dónde. Me acerqué y le pregunté si nos conocíamos de alguna parte, si él como yo también venía de Hermosillo. Con la misma cara adusta que mostraba unos años antes me dijo que no. Esa no era una respuesta nada rara. La frontera es un territorio muy agreste y la reacción de cualquiera con los extraños es de desconfianza.
Me retiré unos metros y luego de unos minutos lo reconocí en definitiva. Me acerqué de nuevo y le expliqué que nos habíamos conocido unos años antes, que yo era uno de los que le habían acompañado a él y su primo aquella vez. Ahí ya le cambió la cara adusta por una más agradable. Nos saludamos los dos con algo que parecía gusto auténtico. Personalmente yo sí sentí un gusto por verlo de nuevo, también sorpresa porque la migración dentro del flujo constante a través del tiempo pudiera dar esta oportunidad de reencuentro. Además los Méndez Faya estaban pegados y eran parte de la misma historia que ahora me ocupa.
En seis años él había entrado y salido para viajar varias veces entre Estados Unidos y su casa en Honduras. Me enseñó una cicatriz de bala en el costado izquierdo a la altura de la cintura o espalda baja. Se la hicieron una ocasión que no quiso pagar peaje en el tren en Sinaloa; él estaba subiendo la escalera al techo de un vagón cuando le taparon el paso desde arriba; le cobraron, se negó, le apuntaron una pistola y él se lanzó hacia atrás con el tren en movimiento; en la caída le soltaron el disparo. Se salvó por partida doble.
Rehuyo un poco de escribir en primera persona porque la autoexplotación me parece un error de perspectiva básico en el periodismo. A diferencia de las opiniones escritas que son personales, esto es lo más primera persona que he redactado hasta ahora. A pesar de eso, lo escribo porque he pensado el asunto unos 16 años y la verdad es que nada más tengo dudas y ninguna certeza. También debo reconocer, en justicia y salud, que escribo para nombrar a las personas queridas porque uno se involucra en las historias que conoce y la imparcialidad suele beneficiar al lado que provoca las desigualdades. No puedo romantizar la experiencia dada la magnitud del flujo y tráfico de personas pero éste fue uno de mis primeros contactos profesionales con la migración y uno de los más significativos. El otro dilema al escribir es que el texto se interprete como una promoción del prejuicio respecto al migrante cuando lo que intento es narrar las casualidades fortuitas que armaron el relato. En todo caso, si el supuesto desertor no era tal, tampoco pondría el enfoque en un juicio de valor sobre la persona sino en lo que agrega a la curiosidad del hecho.
Fueron tres días que hasta hoy tardé nada más 16 años en medio resolver y bueno sería que pronto o luego haya un desenlace.
Por cierto, ahora al escribir recordé el nombre de Hugo, cuando empecé con el texto sólo tenía presente el de Ricardo.